(Un poema de Rubén Bonifaz Nuño comentado por él mismo)
Algo se me ha quebrado esta mañana
de andar, de cara en cara, preguntando
por el que vive dentro.
Y habla y se queja y se me tuerce
hasta la lengua del zapato,
por tener que aguantar como los hombres
tanta pobreza, tanto oscuro camino
a la vejez; tantos remiendos,
nunca invisibles, en la piel del alma.
Yo no entiendo; yo quiero solamente,
y trabajo en mi oficio.
Yo pienso: hay que vivir; dificultosa
y todo, nuestra vida es nuestra.
Pero cuánta furia melancólica
hay en algunos días. Qué cansancio.
Cómo, entonces,
pensar en platos venturosos,
en cucharas colmadas, en ratones
de lujosísimos departamentos,
si entonces recordamos que los platos
aúllan de nostalgia, boquiabiertos,
y despiertan secas las cucharas,
y desfallecen de hambre los ratones
en humildes cocinas.
Y conste que no hablo
en símbolos; hablo llanamente
de meras cosas del espíritu.
Qué insufribles, a veces, las virtudes
de la buena memoria; yo me acuerdo
hasta dormido, y aunque jure y grite
que no quiera acordarme.
De andar buscando llego.
Nadie, que yo sepa, quedó esperándome.
Hoy no conozco a nadie, y sólo escribo
y pienso en esta vida que no es bella
ni mucho menos, como dicen
los que viven dichosos. Yo no entiendo.
Escribo amargo y fácil,
y en el día resollante y monótono
de no tener cabeza sobre el traje,
ni traje que no apriete,
ni mujer en que caerse muerto.
1
Escribí el poema en el edificio de la Imprenta Universitaria, en el número 17 de la calle Belén, cerca de la Lagunilla, en una casa en ruinas, en una máquina de escribir en ruinas, y sobre un escritorio viejo, debajo de cuya cubierta de vidrio había un retrato de mujer. Y yo, con mis cigarros y cerillos, junto a un cenicero sucio y una taza de café a la mitad, esperaba que sonara el teléfono que estaba detrás de mí, y por el cual alguien me había hablado alguna vez.
Lo escribí a fines de 1958 o principios de 1959. Fue de los primeros que hice de Fuego de pobres. Acababa de publicar El manto y la corona. Pero comenzaba ya el cambio; lo otro era personal; Fuego de pobres puede ya ser colectivo.
Como otras veces ocurrió, había sido abandonado. Aquella mujer fue la que me hizo sufrir más en la vida. Por ese entonces yo estaba totalmente entregado a la idea de la soledad. Me sentía como alguien que anda tocando a las puertas de las casas para ver si en alguna abre un conocido.
2
Yo trabajo por ritmos vacíos. Las palabras van llegando a poblarlos de sonidos y después de sentidos. De tal manera que: ''Esta mañana...'' puede significar el día y la luz de la pasión correspondida, porque si algo se quiebra en la noche significaría luz, y si de mañana, por fuerza, sombra.
Luego hay una humanización de la casa. Véase: no ando preguntando de casa en casa sino de cara en cara, y quién está detrás de esa cara, la cual, en último término, es la de la mujer que me abandonó y que se multiplica en todas las caras que veo.
Pienso: ¿Por qué me abandonó esta mujer? Y advierto mi pobreza, mi edad (tenía entonces 35 años pero me sentía un viejo) la suciedad de mi alma, suciedad que uno busca borrar de alguna manera pero que de todas formas se nota. Y veo esa pobreza y esa vejez y esa alma sucia y me digo que, como hombre que soy, debo aguantarlas. No obstante, pese a mi voluntad de aguantar, me quejo y grito y me retuerzo en todo lo que soy y llega a hablar por mí hasta la lengua del zapato. Por eso los remiendos, que no son invisibles, y por eso tanto camino a la vejez. Me explico: los ''remiendos invisibles'' son un coloquialismo, pues como se sabe, se hacen en las sastrerías; los que uno lleva en el alma, en cambio, no se ven.
Después viene el reconocimiento de que uno no conoce el sentido de las cosas, y exclama simplemente: ''Yo no entiendo''. Y digo enseguida: ''Yo quiero solamente/ y trabajo en mi oficio''. Podría pensarse que hablo de mi oficio de escritor o de profesor pero lo niego de inmediato en el siguiente verso: ''Hay que vivir''. O sea, el oficio del que hablo es el de la vida, que es una y nuestra, posiblemente lo único nuestro, pese a que siempre sea difícil. Y a continuación protesto por esa dificultad, que se hace grave en frecuentes ocasiones, y que tanto fatiga. Eso es lo que se lee detrás de: ''Cuánta furia melancólica hay en algunos días''.
Tomo entonces el motivo de la pobreza, que es lo que me pesa más en la soledad, y menciono los días furiosos de los cuales hablé antes. Pienso en platos venturosos y en cucharas colmadas y en ratones que no hallan qué comer en la cocina de una casa pobre, y cómo en los platos estarían dichosos si estuvieran llenos, y las cucharas se tranquilizarían si fueran usadas, y los ratones sentirían felices en la cocina de un departamento de lujo porque encontrarían ahí comida de sobra. Para darle algún sentido literario a platos y cucharas, veo a los platos como bocas abiertas que aúllan y a las cucharas como ojos que se abren al despertar. Desde luego hay en esto reminiscencias y mecanismo vallejianos.
Luego aclaro que no estoy tratando de llamar a las cosas simbólicamente, sino por su nombre. Quizá pensaba en un verso de Pablo Neruda que más o menos dice: ''Hablo de cosas que existen/ Dios me libre de inventar cosas cuando estoy cantando''.
Pienso entonces en la posibilidad del olvido, que es la esperanza de todo amante desdeñado, pero el olvido no llega y la memoria se vuelve el más sufrible de los males.
Y vuelvo al principio del poema, donde preguntaba de cara en cara, pero ahora digo: ''De andar buscando llego''. Sé que nadie me ha esperado ni me espero pero me ilusiono en mi debilidad. En el fondo tengo la esperanza de que alguien me espere, ingnorándolo yo.
Y retomo el tema del oficio de vivir y declaro que la vida puede ser bella para los felices, y digo que ''escribo amargo y fácil'' en ese día que resuella como un animal en un solo tono y en el cual siento que carezco de ser, porque soy un traje que camina y camina como si estuviera solo, y el traje me aprieta, porque la pobreza no me da para comprar uno a mi medida, y luego, mezclando un expresión coloquial con un elemento erótico, concluyo que el lugar donde no tengo para caerme muerto es una mujer, de seguro la mujer que me acaba de abandonar.
3
A treinta años de distancia leo los versos y me da cierta compasión de mí mismo por la manera en que desperdiciaba mis facultades de vivir. Lo leo como un poema y no estoy seguro de haber dicho la verdad. Es imposible para mí sentir lo mismo que sentía hace treinta años, de modo que me veo forzado a interpretarlo como algo que no es mío.
¿Cómo lo juzgo? Cuando lo leo, sobre todo en público, creo que tiene algunas cualidades. Es un poema escrito con el corazón, con el hígado, con la sangre, con los testículos, en suma, con todo.
Campos, Marco Antonio. El poeta en un poema. México: UNAM, 1998
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